lunes, 10 de junio de 2013


Sermón de la Montaña, 1481-82. Obra de Cosimo Rosselli. 
Fresco, 349 x 570 cm. 
Capilla Sixtina, Vaticano

Sentado, pues, sobre una colina, vemos a Jesús hoy en el evangelio (Mateo 5, 1-12),  desde donde dominaba la multitud, rodeado de sus apóstoles y con el pueblo congregado en torno suyo, el Salvador tomó la palabra y no temió oponer á las pretendidas felicidades del hombre caído, estas bienaventuranzas divinas que ninguna lengua humana había aún proclamado:

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
«Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

Quince siglos antes, desde la cima de otra montaña, el mismo Dios había dictado el precepto fundamental impuesto por Él al pueblo como una condición esencial de su alianza. Los ecos del desierto repetían aún las solemnes palabras caídas entonces desde el Sinaí: “Escucha, oh Israel, yo soy el Señor tu Dios, yo soy quien te ha sacado de la servidumbre del Egipto. No tendrás otro Dios delante de mí, porque yo soy el Señor tu Dios, el Dios fuerte y celoso”.

Mas, al tender Jesús una mirada sobre el mundo, vio que todos los pueblos judíos y gentiles adoraban, en presencia del verdadero Dios, a falsas divinidades, personificación vergonzosa de los vicios que manchaban su corazón. Sus dioses o diosas eran el orgullo, la avaricia, la lujuria, la envidia, la cólera, la gula y la pereza. En vez de buscar las bendiciones de Dios, todos, aún el judío, creían encontrar la felicidad en la satisfacción de las pasiones. El fariseo se embriagaba de gloria; el saduceo, de innobles placeres; todos ellos amaban el oro y la plata más que a la Ley, más que a Dios mismo. Y era tal la perversidad de la naturaleza humana, que en los momentos mismos en que Jesús restablecía el reino de Dios sobre la tierra, oía resonar por doquier, en Oriente y en Occidente, en Jerusalén y en Roma, el canto de aquellos idólatras:

“Felices los ricos que disponen á su antojo de los bienes de este mundo.
“Felices los poderosos que reinan sobre millares de esclavos.
“Felices aquellos que no conocen las lágrimas y cuyos días transcurren en las diversiones y placeres.
“Feliz el ambicioso que puede saciarse de dignidades y honores.
“Feliz el hombre sensual saturado de festines y voluptuosidades.
“Feliz el hombre sin compasión que puede satisfacer su sed de venganza y hacer trizas á su enemigo,
“Feliz el hombre sanguinario que pulveriza bajo su planta á los pueblos vencidos.
“Feliz el tirano que oprime al justó en la tierra y destruye en el mundo el reino de Dios”.

Así cantaban, siglos hacía, los hijos del Viejo Adán.
Las turbad reunidas en la montaña, no conocían otros principios sobre la felicidad y muchos se preguntaban desde largo tiempo, si tales máximas tendrían aceptación en el reino de que se decía fundador Jesús. Aguardábase con impaciencia que se explicase claramente acerca de las disposiciones requeridas para entrar en el número de sus discípulos.

Con las bienaventuranzas, jamás oídas, Jesús, verdadero Salvador del mundo, declaraba a los hombres viciosos que, para entrar en su reino y volver a hallar la verdadera felicidad, era necesario reinstalar en su corazón al Dios que de él habían arrojado y hacer guerra abierta a las falsas divinidades, es decir, a las siete pasiones, fuente de todas nuestras desgracias.

Predicaba a los avaros la pobreza, a los orgullosos la dulzura, a los voluptuosos la castidad, a los perezosos y sensuales el trabajo y las lágrimas de la penitencia, a los envidiosos la caridad, a los vengativos la misericordia, a los perseguidos los goces del martirio. El alma no pasa de la muerte a la vida ni restablece en ella el reino de Dios, ni comienza a gozar en la tierra de la bienaventuranza del reino de los cielos, sino mediante el sacrificio de sus instintos depravados.

Mientras que Jesús hablaba, la mayor parte de los asistentes parecían estupefactos ante aquellas bienaventuranzas, calificadas hasta entonces de verdaderas maldiciones. Escudriñaban la fisonomía del predicador para tratar de sorprender en ella el sentido de sus palabras; pero su rostro permanecía tranquilo como la verdad; su voz dulce y penetrante, no revelaba emoción alguna. Dirigíase a una nueva raza de hombres más noble que la de los patriarcas, más santa que la de Moisés; a la raza nacida; del soplo del Espíritu: divino. Más esto lo comprendían únicamente aquellos a quienes una luz celestial comunicaba la inteligencia de estas misteriosas enseñanzas.

En cuanto a los codiciosos y soberbios fariseos, dábanse de muy buena gana por excluidos de un reino abierto sólo a las almas bastante enamoradas de Dios para despreciar los bienes de este mundo, los honores terrenos y los placeres carnales. Irritábanse contra este soñador que condenaba todas las acciones de su vida y todas las aspiraciones de su corazón. 

Volviéndose entonces hacia los apóstoles encargados de extender su reino, les anunció que los hijos del siglo y sus falsos doctores no cesarían de hacer la guerra a los ministros de Dios, es decir, a todos los que predicaren y practicaren las virtudes enseñadas en la montaña; pero estos embajadores del Padre que está en los cielos, harían traición a su mandato si callasen por temor a los malvados, dejando a las almas sumergirse en la corrupción y en las tinieblas.

Que vuestra luz, pues, brille delante de los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen á vuestro Padre que está en los cielos.

(Cf. R.P. Berthe, de su obra “Jesucristo. Su vida, Su Pasión, Su triunfo”. Traducción por el E.P. Agustín Vargas. Ed. Establecimientos Benziger & Co. S. A., Tipógrafos de la Santa Sede Apostólica. Insiedeln, Sotza, 1910.)

A la llamada de Jesucristo: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré", acude un leproso (parte inferior derecha), quien le ruega que lo libre de su mal. Según la Sagrada Escritura, en el Sermón de la Montaña no hubo curaciones, pero el artista que hoy nos ocupa quiso probablemente transmitir el mensaje de que las palabras del Señor podían salvar a a todo aquel que "impuro" se acercase a Él con verdadera fe y confianza..

Cosimo Rosselli será uno de los más favorecidos en el reparto de la decoración de la Capilla Sixtina ya que se encargará de realizar cuatro escenas, ayudado en algunas por su discípulo Piero di Cosimo. Esta imagen es la continuación de la Vocación de los primeros apóstoles pintada por Ghirlandaio, mostrando en la zona central a Cristo durante el sermón de la montaña, rodeado de todos los discípulos y, a la derecha, la curación del leproso. Las dos escenas se insertan en un paisaje que más bien parece un telón de fondo, en el que se distribuyen figurillas y edificios para acentuar la perspectiva. 

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