domingo, 4 de agosto de 2013

Juan de Valdés. Finis gloriae mundi.


Finis gloriae mundi. 1671. Juan de Valdés Leal
Óleo sobre lienzo. Medidas: 220 cm x 216 cm.
Hospital de la Caridad. Sevilla

Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?"
Así será el que amasa riquezas para si y no es rico ante Dios.

Esta sentencia cierra el Evangelio que la liturgia nos propone este domingo, con la parábola del hombre que se calculaba cómo aumentar su fortuna olvidando que su vida dependía de Dios. Valdés Leal pintó para el Hospital de la Caridad de Sevilla dos obras que compendian el sentido teatral de la vanidad del arte barroco: In ictu oculi, y el que hoy contemplamos, Finis gloriae mundi. Se trata de una alusión a la vanidad de la riqueza y del poder, representada por los cadáveres en descomposición de dos próceres, un obispo y un caballero.

En el interior de una cripta vemos dos cadáveres descomponiéndose, recorridos por asquerosos insectos, esperando el momento de presentarse ante el Juicio Divino. Se trata de un obispo, revestido con sus ropas litúrgicas, mientras que a su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava envuelto en su capa. En el fondo se pueden apreciar un buen número de esqueletos, una lechuza y un murciélago -los animales de las tinieblas-. En el centro del lienzo aparece una directa alusión al juicio de las almas; la mano llagada de Cristo -rodeada de un halo de luz dorada- sujeta una balanza en cuyo plato izquierdo -decorado con la leyenda "Ni más"- aparecen los símbolos de los pecados capitales que levan a la condenación eterna mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. La balanza estaría nivelada y es el ser humano con su libre conducta quien debe inclinarla hacia un lado u otro.

San Gregorio de Nazianzo, en el sermón 14 sobre el Amor a los pobres, comenta:

El que se gloríe que se gloríe sólo en esto: en conocer y buscar a Dios, en dolerse de la suerte de los desgraciados y en hacer reservas de bien para la vida futura. Todo lo demás son cosas inconsistentes y frágiles y, como en el juego del ajedrez, pasan de unos a otros, mudando de campo; y nada es tan propio del que lo posee que no acabe por esfumarse con el andar del tiempo o haya de transmitirse con dolor a los herederos. Aquéllas, en cambio, son realidades seguras y estables, que nunca nos dejan ni se dilapidan, ni quedan frustradas las esperanzas de quienes depositaron en ellas su confianza.

A mi parecer, ésta es asimismo la causa de que los hombres no tengan en esta vida ningún bien estable y duradero. Y esto —como todo lo demás— lo ha dispuesto así de sabiamente la Palabra creadora y aquella Sabiduría que supera todo entendimiento, para que nos sintamos defraudados por las cosas que caen bajo nuestra observación, al ver que van siempre cambiando en uno u otro sentido, ora están en alza ora en baja padeciendo continuos reveses y, ya antes de tenerlas en la mano, se te escurren y se te escapan. Comprobando, pues, su inestabilidad y variabilidad, esforcémonos por arribar al puerto de la vida futura. ¿Qué no haríamos nosotros de ser estable nuestra prosperidad si, inconsistente y frágil como es, hasta tal punto nos hallamos como maniatados por sutiles cadenas y reducidos a esta servidumbre por sus engañosos placeres, que nos vemos incapacitados para pensar que pueda haber algo mejor y más excelente que las realidades presentes, y eso a pesar de escuchar y estar firmemente persuadidos de que hemos sido creados a imagen de Dios, imagen que está arriba y nos atrae hacia sí?

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