sábado, 23 de agosto de 2014

José Antolínez. Santa Rosa de Lima ante nuestra Señora

Santa Rosa de Lima ante Nuestra Señora. XVII. José Antolínez
Óleo sobre lienzo. Medidas: 206 cm. x 158 cm.
Museo de Bellas Artes. Budapest.

Recordamos hoy a una gran santa mística americana: santa Rosa de Lima. El año pasado recordábamos, en la contemplación del retrato de Claudio Coello, la vida de santa Rosa de Lima. Ese año hemos escogido una obra contemporánea a la de Claudio Coello, del autor barroco madrileño José Antolínez. Nos presenta a la santa arrebatada místicamente a la presencia de santa María y de Jesús. La santa viste el hábito de la orden dominicana.

Santa Rosa de Lima nos dejó testimonio escrito de algunas de sus experiencias místicas. Así, por ejemplo, nos habla de las revelaciones que la hizo el propio Jesucristo:

El divino Salvador, con inmensa majestad, dijo:

«Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo».

Apenas escuché estas palabras, experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición:

«Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu».

El mismo ímpetu me transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo:

«¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos».

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