martes, 30 de septiembre de 2014

Joos van Cleve. San Jerónimo meditando.


San Jerónimo meditando. XVI. Atribuido a Joos van Cleve
Óleo sobre tabla. Medidas: 62 cm x 54 cm.
Museo del Prado. Madrid. España

Recordamos hoy a san Jerónimo, cuya vida se extiende entre los años 350 y 420. San Jerónimo fue un escritor que abrazó la vida monástica, entregándose en cuerpo y alma al estudio de las Sagradas Escrituras. Para ello, se desplazó a la Tierra Santa, donde emprendió la labor de traducir del griego y el hebreo al latín la Biblia, en la edición llamada Vulgata, es decir, asequible al pueblo, que hasta nuestros días ha estado vigente.

La iconografía de san Jerónimo es muy abundante. Suele representársele con el hábito de cardenal estudiando la Biblia, o como penitente en la cueva. Nosotros hemos escogido una tabla del flamenco van Cleve (cuyo Salvador contemplamos hace un par de días), en la que aparece san Jerónimo en actitud de estudio, con un libro abierto sobre un atril delante de él, unos anteojos dejados sobre el tapete verde de su mesa, donde están los instrumentos de la escritura, y señalando con el dedo una calavera, signo de la caducidad de lo humano. Al fondo hay una cartela que dice: Memento mori et respice finem, es decir, recuerdo que has de morir y mira el fin.

En su Prólogo al Comentario sobre el Profeta Isaías, describe san Jerónimo su apasionamiento por las Sagradas Escrituas en los siguientes términos:

Cumplo con mi deber obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: Estudiad las Escrituras, y también: Buscad, y encontraréis, para que no tenga que decirme, como a los judíos: Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Pues si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.

Por esto, quiero imitar al padre de familia que del arca va sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa que dice en el Cantar de los cantares: He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo antiguo; y, así, expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol. El, en efecto, refiriéndose a sí mismo y a los demás evangelistas, dice: ¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva! Y Dios le habla como a un apóstol, cuando dice: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá a ese pueblo? Y él responde: Aquí estoy, mándame.

Nadie piense que yo quiero resumir en pocas palabras el contenido de este libro, ya que él abarca todos los misterios del Señor: predice, en efecto, al Emmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres.

¿Para qué voy a hablar de física, de ética, de lógica? Este libro es como un compendio de todas las Escrituras y encierra en sí cuanto es capaz de pronunciar la lengua humana y sentir el hombre mortal. El mismo libro contiene unas palabras que atestiguan su carácter misterioso y profundo: Cualquier visión se os volverá —dice— como el texto de un libro sellado: se lo dan a uno que sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto», Y él responde: «No puedo, porque está sellado». Y se lo dan a uno que no sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto». Y él responde: «No sé leer».

Y si a alguno le parece débil esta argumentación, que oiga lo que dice el Apóstol: De los profetas, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras está sentado, recibiera una revelación, que se calle el de antes. ¿Qué razón tienen los profetas para silenciar su boca, para callar o hablar, si el Espíritu es quien habla por boca de ellos? Por consiguiente, si recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el sonido de una voz material, sino que era Dios quien hablaba en su interior, como dice uno de ellos: El ángel que hablaba en mí, y también: Que clama en nuestros corazones: «¡Abbá! (Padre)», y asimismo: Voy a escuchar lo que dice el Señor.

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