sábado, 22 de octubre de 2016

Fray Juan Bautista Maíno. Pentecostés.

Pentecostés. 1612. Fray Juan Bautista Maíno
Óleo sobre lienzo. Medidas: 285cm x 163cm.
Museo del Prado. Madrid.

A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Por eso dice la Escritura: «Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres.» El «subió» supone que había bajado a lo profundo de la tierra; y el que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llenar el universo. Y él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud.

La primera lectura de la Eucaristía de hoy, tomada de la Carta a los Efesios, nos describe cómo Cristo ha constituido a su Iglesia después de su resurrección con distintos carismas. Así fue como sucedió ya en Pentecostés, motivo por el cual contemplamos este lienzo de fray Juan Bautista Maino.

El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir, en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de 1613.

Los temas principales eran las representaciones más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.

Situada en el lado del Evangelio del retablo, esta obra se presenta como una de las composiciones más reveladoras del talante caravaggista de Maíno, concebida con una sencilla pero apabullante eficacia realista tanto en la elección de los tipos masculinos, como en la plasmación de gestos y actitudes. Muestra además una novedosa disposición para este grupo humano, un punto de vista original para un tema representado en muchas otras ocasiones dentro de la iconografía cristiana y que conllevaba la dificultad de incluir a los principales actores en un espacio angosto, y especialmente en este tipo de retablos. La jerarquización tradicional de los personajes sagrados prefería situar a María en el centro de la composición, flanqueada de manera simétrica por los Apóstoles.

El dominico obvió esta fórmula desplazando a la Virgen al lateral izquierdo, a un segundo plano, muy próxima a María Magdalena, convertida en una "apóstola" más del grupo. Serán por ello los dos personajes masculinos del primer término, San Pedro y San Lucas, los que concentren el mayor protagonismo.

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